Hemos enterrado los espejos:
somos nosotros, señor de la noche,
en la pobreza que unge las espaldas
como una virgen loca.
La carne es un susurro
o apenas una túnica,
el aire es una fiera.
He soñado la luz rompiéndola siete
veces
sobre el vómito súbito del amor y del asco,
y he sobrevivido la ferocidad de las
mujeres
que se entregan de muslos abiertos como si comenzaran un poema
con botellas rotas que tajean plegarias
inmensas como el mundo
y el ruido de la cama que gime
incontenible
sus acordes de templo devastado que
ya no me sostiene.
Sin querer, me atravieso de parte a
parte por la niebla
de tanto parecer un engendro de ángel con las alas quebradas
que se devora como a un rehén en escombros,
la boca no puede ya con su razón de
patíbulos
venida a orar entre las piernas
el
exterminio de las terribles poses de los cuerpos,
la barba que suda el vino fresco
y las manos que andan abrazadas de los deseos
como si fuesen las putas más
fantásticas de todas las ciudades.
Y algo que corre por los cables que desembocan en el cerebro
para encandilar este sol con que te
escribo,
no sabe la cerveza tibia que emborracha las
venas
que andan felices de encontrarte
como una manada de lobos entre tus
paredones
y me atraviesa, justo ahí, las auroras seminales
con sus constantes relámpagos
violando claraboyas.
Ellas multiplican con salmos los
vidrios rotos
que atusan los bigotes en la entrepierna
esta noche.
No me hagas trampas, te dije bajito.
mi corazón es un sitio que nadie conoce
y tengo una hilacha en la ropa que sufre de soledad.
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