Esta
mujer de la que hablo no tiene cara de portada de revistas,
ella
ha viajado mucho, mucho,
se
le nota en la cara el mundo.
Ha
viajado en un tren cargado de días
con
calor, olor rancio de axilas y frío que te parte los huesos,
anduvo
recorriendo vagones y vagones
mirando
esos carteles que te dicen
cómo
ser más joven y hermosa
si
calculas unos doscientos artículos de belleza
todos
a precios de ganga
puestos
unos después de otros
a
veces intercalados
yuxtapuestos
con
una máscara arriba de otra
arriba
de otra de tu cara.
Yo
la conozco cuando tenía
arbustos
juveniles y era primavera pero ella no lo sabía,
porque
no era una flor encendida,
era
una mujer con cara de mundo
de
traqueteo que te deja el camino
el
humo, el olor y las conversaciones agotadoras
de
cualquier cosa por no estar en silencio.
Ha
parado en muchas estaciones diferentes
que
tienen distintos nombres y diferentes golpes,
que
ya se confunden los nombres los sitios y los años.
Esta
mujer de la que hablo conoce bien las estrellas
las
nubes, la lluvia y la resaca en la ropa,
y
es ese vacío en los ojos
que
hace que avance por la calle paso a paso entre todos
con
su cara de mundo
ahora
que va pasando y se va
hacia
alguna parte que siempre es la misma
que
parece un paradero
pero
es sólo el lugar donde sus pies se detienen.
No
tuvo la suerte de los jazmines
ni
siquiera la de las margaritas silvestres de campo.
Esa
mujer no tiene pájaro que le cante
para
avisarle que repose un rato sus huesos.
Esa
mujer no tiene poemas de amor
ni
sabe lo que es eso.
Tiene
un pedazo de pan o algo y un banco en la plaza,
cualquier
banco.
Saca
algo de una bolsa y se ríe.
Debe
ser alguna esperanza.
La
noche la abraza y hace el resto.
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