sábado, 19 de septiembre de 2015

DEL ARTE DE VIVIR

Tengo una terrible jaqueca hace tiempo
y nunca sé bien cuándo me siento mejor,
probablemente nunca lo sepa
porque nadie sabe qué es un estado de salud
en realidad, nadie sabe lo que es un estado
aunque me deslizo con cierta fluidez
cuando me ocupo verdaderamente de vivir
aún con gente a mi alrededor
que puede decir casi de memoria la superficie del país
los límites con los países vecinos
pero acerca del estado nada,
acerca de qué es una democracia digamos
más o menos madura
nada
qué es un contrato social estable y serio
nada
qué es una noche de amor perfecto
nada
ni hablamos de conocer qué es el amor.
Esto es lo que se llama un verdadero milagro
donde vivimos casi todos juntos en este cemento
respirando el aire vecino a todos
digamos que nos respiramos unos a otros
pero no sabemos casi nada de nada,
apenas ensayamos estupideces con cara de intelectuales
         y nos regalamos  aquí una montaña de títulos
casi más rentables que los nobiliarios
por ejemplo, llámese doctor
aunque sea docto y uno no sepa bien hasta dónde
porque ni la cara, ni los gestos son confiables,
es decir, la propia persona se hace improcedente.
Se me agudiza la jaqueca que me estalla la cabeza.
Es como una fiesta sorpresa
encontrarse con este estrato de la sociedad
que parlotea un discurso sabio y extraño
pero la gente común como yo
está un escalón más abajo casi siempre
con la cara que dice que somos de la clase indocta,
como niños sin opinión prontos a ser engañados
bah, como una manga de estúpidos ignorantes
y entonces lo terrible son esas escalas inventadas
sólo para subirse por los hombros de los demás
esos cuadritos universitarios colgados en la paredes
que dejan constancia tan solemnes,
eso que certifica cierto lugar en la sociedad
que no te has comprado con el sudor de tu culo
mano a mano con el vecino que apenas hizo la escuela
pero no ven más allá salvo honrosas excepciones,
ya están subidos en la escalera del avión rumbo al éxito,
lo espantoso es el modo de conducirse que llevan
y uno se pregunta por cómo se honra la vida
cuando en un par de diatribas la mean encima
porque nosotros los indoctos somos también la vida.
Y siempre y siempre la muerte de la gente
ajena y lejana como los tambores de África
el espectáculo de las ballenas allá al sur del sur,
como la música del universo
y eso hace que pierda mi sentido del humor.
La cabeza me da vueltas como un loco
y a mediodía ya tengo esta cara que pesa media tonelada,
la sonrisa que se me parece a una excusa
porque la risa verdadera desarma cualquier argumento
y tenemos pocos de verdad contundentes,
la miseria humana me come las tripas
hasta retorcerme y no hago más que mirar alrededor
como si estuviera a las puertas del infierno.
“Abandone toda esperanza quien entre aquí”
escribió Dante y Caronte lo sabe
y aquí estamos, chapoteando en este Leteo
        de modo que la sonrisa como gesto gratuito
es un infantilismo innecesario,
nada bueno para el espíritu.
Aunque de vez en cuando algo parecido a la felicidad
se me aparece súbitamente y los labios lo saben,
parece una pelota que hago rebotar contra las paredes
y la agarro con suerte dos o tres veces
pero luego se escapa y te deja como en la cruz o peor
porque estás ni siquiera  al principio
aunque se sabe, el dolor no es creador de nada
sino el conocimiento de su ausencia cuando no está.
Todo esto es un mundo en sí mismo
y hay infinitos mundos.
Es que todas las cosas tienen el tamaño de mi vida.
Cada quien elige dónde vivir y dónde poner su corazón,
será por eso que siempre ando peregrinando.
Aristóteles decía que la finalidad del arte
es dar cuerpo a la esencia secreta de las cosas,
no el copiar su apariencia.
Dejémonos de vez en cuando de metáforas inútiles.
Se trata del arte de vivir.
Ni más ni menos.

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